El amplio comedor familiar, de discreto señorío cargado de historia, era el recinto más importante de la casa.
Centro de reuniones, comidas, recepción de amigos y veladas.
Todo
allí evocaba un pasado de holgura venida a menos, pero donde cada cosa,
cumpliendo un fin material o espiritual, contribuía al bienestar y
mantenimiento de las costumbres. Ambiente acogedor, cuidado y algo informal,
ofrecía una atmósfera diferente, propicia para compartir la mesa, conversar,
pasar el rato escuchando música, jugando al dominó o a los naipes. También era
el lugar preferido de la abuela, en las tardes de invierno. En su sillón de hamaca
y la tibieza que irradiaba la estufa, ella se entretenía enganchando varetas,
lazadas y cadenitas con lanas multicolores para confeccionar colchas.
Techo de tejuelas francesas y ladrillos a la cal sobre tirantes de
pinotea barnizados.
Paredes de color rosa viejo, desteñido, con improntas de humedades,
donde mi imaginación daba vida a risueños duendes.
Sobrios y macizos aparadores coloniales de nogal, llenos de objetos de
cristal y porcelana de uso cotidiano.
Larga mesa de roble, donde compartíamos la alegría de tener pan y vino
cada día y sillas de haya curvada (estilo Thonet) con asientos de esterilla.
Un
reloj de pie, cuyos latidos y campanadas creo sentir en mi interior, un
gramófono, una mesita auxiliar y un diván, complementaban el mobiliario. Todo
distribuido en adecuado equilibrio con el espacio y las funciones del salón.
Lo
que más impresionaba al entrar allí era un gran mural al óleo, obra de las
tías, desde el cual el general Aparicio Saravia imponía un mágico influjo sobre
los moradores de la casa.
Montado en un alazán, con poncho celeste y sombrero con cinta blanca, el
“Águila del Cordobés” (así mi padre lo llamaba) había sido ubicado en la pared
donde los atardeceres daban al cuadro una pátina de oros y naranjas,
importante.
Bajo
esa pintura, estaba el diván con almohadones donde yo debía permanecer
“juiciosa” durante la siesta, porque como habitualmente no dormía, los mayores
ordenábanme ese cautiverio.
El
aislamiento que permitía satisfacer las ansias de leer y de espiar la vida
bullente del jardín, constituía un gratificante privilegio.
Me
atrapaban las lecturas de “señores” de las letras que mamá cuidadosamente
elegía para mí. Y, de tanto en tanto, el lance de ciertas voces y algunos
ruidos me llamaban: el canto de las cigarras, el zureo arrullador en el
jacarandá, el zumbido del camohatí desde el timbó, el chirriar de la roldana
del aljibe...
Entonces, abría los postigones del ventanal y me solazaba observando a
los visitantes alados de la vegetación arbórea circundante.
Vivencias que quedaron indelebles en el alma, así como aquellas lecturas de la siesta señalaron
subyacentes tendencias en el carácter.
Querido comedor de la casa vieja; ambiente de bonanza, donde recibí
alimento material y espiritual que contribuyó decisivamente a la formación de
mi personalidad.
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