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El jardín de la abuela

Del zaguán de la residencia se accedía a un porche de celosía, dispuesto para servir de marco a la cancel y apoyo de una espléndida Santa Rita. Adorno que, siendo también mampara de la intimidad, confería un encantador ingreso al amplio patio colonial. Jardín antiguo, cerrado por la casona familiar y altos muros del comercio de “ramos generales”.

   Impresionaba la frondosa vegetación, masa de verdes tapizando las paredes y prendida a los techos tejados (hiedras, vides, pasionarias, madreselvas).

   Un cerco vivo de mirtos y espumillas, al borde de un desnivel resuelto por escalones de piedra, dividía el recinto en dos patios rectangulares.

   El nivel superior embaldosado, reverberante al sol, húmedo y fresco a la sombra, era un claustro de placidez monacal.

   Arbustos ornamentales, en macetones y tinajas de alfarería, lucían diferentes en cada estación. Follajes variegados, hibiscos, camelias, gardenias y magnolias, hacían de las galerías delectación para la familia y solicitado nectario para colibríes  y mariposas.

   En el centro, un azarero de gran porte y hojas persistentes, con un alcorque repleto de hierbas aromáticas (romero, tomillo, orégano y estragón) funcionaba como parasol y cenador bajo las estrellas.

   Sillones de caña y mimbre, con almohadones de cretona, acomodados entre las plantas, convocaban a estar, contemplar, disipar preocupaciones, coser o leer, disfrutando del canto de los pájaros o de la música del gramófono.

   Todas las ventanas con atractivos geranios en contenedores colgantes de las rejas, ofrecían gratas visuales desde las habitaciones.

   En el otro patio (nivel inferior) pavimentado con losas de Salto, una pérgola, soporte de sarmentosos y fragantes jazmines, paliaba el brusco sol estival y servía de sombráculo al aljibe. Rematado éste por un brocal de azulejos, con una grada de hortensias y macetas con claveles, constituía decorativo depósito de agua llovediza.

   Un viejo timbó, glorietas de rosales, glicinas y parras, sombreaban los corredores y hacían de los rincones un señorío de exuberantes helechos, marantas, begonias y aspidistras.

   La escalera de atrás daba acceso a otro espacio abierto con esplendorosos paraísos, naranjos y limoneros, nexo entre la casa, el huerto y el sector de servicios (gallinero y galpón), semiocultos mediante una espaldera de calabazas y campanillas azules. Los rústicos peldaños de rocalla tenían a los lados macetas con espárragos y azaleas y eran mi sitio favorito para encontrarme con el gato, testigo del ineludible infortunio matinal: ingerir la cuchara de aceite de hígado de bacalao, como brindis al crecimiento.

   Al oeste de la casona, con vista al río que dominaba el horizonte, un muro de piedras basálticas cercaba el jardín mayor, informal, algo salvaje, de líneas curvas y amplios espacios para jugar y correr con libertad, espantando torcazas con el campanilleo del jolgorio.

   Árboles indígenas y exóticos; de bella floración y vistoso porte (ceibos, guayabos, anacahuita, jacarandá, grevillea, palo borracho....) constituían motivos terminales de sinuosos senderos de pedregullo.

    En lugares soleados platabandas de bulbos, rizomas y tubérculos, regalaban en invierno lirios, fresias, junquillos y narcisos. Y durante el verano, la belleza de los agapantos y gladiolos mas las fragancias de nardos y azucenas encantaban las noches lunadas con mágicos sueños. Arriates de rosales con bordura de alisos o copetes, otros con herbáceas (anuales o perennes) hacía de ese predio un vergel de delicias.

   Un cantero circular a pleno sol, cultivado con lavandas tenía un surtidor de taza alta para baño de los pájaros que nos encantaba observar y hacer allí ramos para la abuela con las espigas de las flores lilas. Ella agradecía la ofrenda y los colgaba a secar a la sombra, como aromatizantes y antipolilla de los roperos.

    Cercos de lantanas, bellas de la noche y retamas separaban el jardín del huerto, la quinta y el colmenar.

    En el charco de los sapos al fondo del terreno, crecían acacias mansas, berros, achiras y papiros de vaporosas umbelas.

   La esquina noroeste, de suelo rico y ligero, era habitat de un cañaveral de Castilla que atenuaba los vientos y abastecía de tutores para legumbres y tomateras.

   Era tan fuerte el vínculo entre la abuela y el jardín que no olvidaba observar cada día, a sus vivientes verdes, para mantener las adecuadas condiciones a sus requerimientos.

  De todos conocía el nombre, el país de origen y la identificación botánica. 

   Disfrutaba de la soledad en un coloquio íntimo con ellos; entendía su lenguaje y sensible a sus necesidades  y preferencias, sabía ubicar a cada cual, cuándo y cuánto podar, regar, abonar. Afición, cuidado y amor que fueron lección de respeto por la naturaleza y de alabanza a Dios, Hacedor del sol, la tierra, el agua – sustento de la vida- y Supremo Autor de lo bueno. 

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