Florentina era una de esas mujeres hechas a golpes, sudores y fatigas.
Había sido criada – desde los siete años – por mi abuela y me acunó
cantando con ternura sin igual.
Siendo
moza logró permiso para hablar con un pretendiente en la escalera de atrás.
Hasta que una noche levantó vuelo con su pareja.
Anduvieron algún tiempo como nómades, monteando. Luego las continuadas
preñeces y los rigores de la vida montaraz les obligaron a construir un nido en
el pueblo.
En
medio de un naranjal prestado concretaron su ideal de felicidad: el rancho de
paja y terrón, cerca del río y a pocas cuadras de la casa vieja.
En
primavera, la choza se adornaba de campanillas azules y malvones bermejos,
sobre los cuales flameaban al sol, infaltablemente inmaculados, pañales y
batitas.
Tenían gallinas, una lechera y un trozo de tierra para cultivar
boniatos, zapallos y maíz.
Cuando Florentina llevó los gurises a la parroquia, para que no fueran
infieles, el cura le preguntó si era casada.
¬”Padre cura, en mi tiempo se usaba la amistad ”– le contestó. Y esa
amistad engendró, sin ninguna pérdida, catorce hijos.
El marido y los varones hacían vintenes en changas zafrales durante la vendimia, la
trilla y las deschaladas, en chacras de los aledaños.
Cuando no había trabajo iban al río a pescar o a bracear en el puerto,
cargando maderos que, en jangadas procedían del Brasil.
Las
niñas, apenas terminaban la escuela primaria, eran colocadas como sirvientas –
niñeras o mucamas – en las casas de gente acomodada.
Con
un pasar erizado de dificultades y penurias, curtida por inclemencias y duras
faenas, Florentina había seguido sirviendo fielmente a mi familia, con un
negrito prendido a la falda y otro al pecho, si no estaba encinta.
Morena, corpulenta y fornida era incansable.
Llegaba antes de despuntar el día para atender al lechero que, con su
carro barullento de tarros metálicos, era el pregonero del amanecer por las
calles desiertas del pueblo dormido.
Florentina comenzaba la fajina – canturriando bajo – con la ceremonia
del fuego en la cocina a leña, para calentar el agua, la leche y la mazamorra
remojada de la víspera.
Muy buen día Don ... Muy buen día Doña...
Saludaba trinando júbilo como un gorrión, cumplida y afable, con una
alegría que nada ni nadie podía arrebatarle, mientras barría rigurosamente los
patios.
Si
el cielo amenazaba un temporal ella – desgranando invocaciones al Tata-Dios, a
los santos y a “Ave María purísima”- hacía una cruz de sal gruesa sobre la mesa
“para ahuyentar rayos y centellas”.
Ante
los peligros y tribulaciones, su religiosidad constitutiva, vital, recurría a
ellos con ahínco e insistencia porque creía en su poder y dominio sobre los
fenómenos de la naturaleza. Fe y devoción mezcladas con extrañas supersticiones
que me inspiraban temor y respeto.
De
ella aprendí historias de luces malas, ánimas en pena, lobizones y aparecidos;
como también, ser precavida durante las epidemias, colgándome del cuello una
bolsita con alcanfor.
Diligente, sufrida y aguantadora, administraba el tiempo con celo y sin
desperdicio. Nada le arredraba en su afán de ser útil; ni el frío, ni la
lluvia, ni el más inclemente calor. Eficiencia y laboriosidad eran obligación y
no virtud, así como mejorar la vida – exterior e interior – de los demás. Nadie
le ganaba en habilidad para preparar masa de hojaldre y dulces de zapallo y de
batata.
¡
Daba gusto – al regreso de la escuela – encontrar una fuente tibia de tortas
fritas o buñuelos espolvoreados con azúcar !
Dos
veces a la semana teníamos bizcochos y pan criollo cocidos en el horno exterior
de ladrillos.
Florentina cargaba sobre su cabeza el atado de ropa para lavar en el río
y era experta en planchado con almidón, munida de un pesado planchón de hierro
a carbón.
Habitualmente de buen humor, siempre dispuesta a servir y a complacer,
parecía gozar en cada tarea, sin tener derecho a la tristeza, ni al desgano, ni
al merecido descanso.
Su
boca sonreía como un piano abierto, descubriendo bondad sin par y su
imaginación prodigiosa me maravillaba y sobrecogía, por su creatividad
inagotable para inventar cuentos y leyendas.
Los
domingos, en su rancho, hacía pasteles y empanadas para vender en el pueblo.
Con canastos repletos y cubiertos por pulcros paños blancos iban sus negritos a
ofrecer a la plaza, a la hora de la retreta , gritando: -“Frituras de mama
Flor”...
Así
Florentina amasó su vida para que la nuestra fuera cómoda y feliz.
Cuando de noche ruge el viento y estallan rayos en el fragor de las
tormentas, mi corazón nostálgico y agradecido escucha una voz cavernaria y
dulce, apagada por el tiempo, que me acaricia e infunde confianza y seguridad.
Es
la misma voz que me acunaba para dormir, la voz de Florentina, que vive ahora
en un eterno domingo de verdad, viendo cara a cara a Tata-Dios; porque en la
tierra todo bien lo hizo con amor y excelencia.
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