Cuando el fruto esta sazonado hay que cosecharlo.
Los cereales se desmerecen al quedar expuestos a toda suerte de inclemencias. Pero el mal tiempo no había permitido una trilla continuada.
Y, ante el riesgo de desgrane por desecamiento, o de que una tormenta volcara el cultivo, se hizo impostergable hilerar el centeno y parte del trigo, para lograr el secado uniforme de las malezas.
Hacia un mes que estaba hilerado el cultivo, cuando llego el momento de la trilla.
En la primera vuelta del monstruo mecánico, cuando se aproximaba irrefrenable y estridente escupiendo el chorro de paja, sentimos cerca nuestro, un débil bío-bío procedente de la gavilla.
Nos acercamos con curiosidad y, en la maraña del trigo, descubrimos un pequeño nido que salvamos de la masacre.
Dos huevitos y dos pichones de tamaño de una nuez. Piel desnuda y floja; picos finos y abiertos a más no poder, en un ansioso e incesante bío- bío…
Deben ser tordos, porque las hembras, ociosas, ponen sus huevos en nido ajeno.
Pajarillos huérfanos, trémulos, suplicantes, ¿que le daremos de comer?
Las gargantas resecas de piar, en el aire caliente de enero y la marchitez de la piel deshidratada, movían a compasión.
Los niños compungidos, nerviosos y asombrados, hacían comentarios y preguntas sobre la desnudez, la poquedad y el aspecto endeble de aquellos pichones: ¡que desproporcionados sus ojos globosos y blandos!
Pusimos a remojar migajas de pan y en medio del beneplácito de todos, valiéndonos de un mondadientes, los alimentamos dejando caer la papilla en sus picos ávidos.
En una cajita con algodón y crines improvisamos un nido.
Uno, el más pequeño y enclenque, murió al día siguiente. El otro fue cuidado con paciencia y solicitud extremas.
El bio-bio haciéndose cada día más fuerte y más grato, cundía por la casa.
El lomo se había cubierto de un sedoso plumón gris aceitunado; el vientre, de una pelusa blanco amarillenta; y en las alas, veíamos una felpa de reflejos dorados.
Solía salir del nido a hacer incursiones exploratorias por las mesas de la cocina picoteando cuanto encontraba.
¡Que encanto verlo a saltitos y tropiezos iniciarse en la vida!
Ayer, hizo una semana del insólito hallazgo. Y no se porque, creyéndole mas guapo de lo que era, se me ocurrió darle de comer semillitas de tomate.
Cuando me levante esta mañana y no sentí su clamor, tuve triste presentimiento. Fue confirmado, estaba muerto. ¡Y lo peor era que yo- si, nadie mas- había causado esa muerte!
Frió y exangüe en mi mano: ¡indefenso pajarito!, me estremeció.
Lo apretaba temblando, sensible ante un signo: de proyecto de vuelo que se trunca, brote despuntado, frustración de una esperanza…
-¡que tristeza para los niños!- pensaba afligida considerándome culpable.
¿Que hacer con el?
Si lo tiro en el tarro de los residuos, se lo come el gato. ¡No!
El tordito ya integraba el grupo familiar y era noticia cotidiana en las conversaciones de los niños que seguían el detalle, con asombro e interés, los progresos de su desarrollo.
Había soñado con verlo volar un día desde mi mano y que, entrando en vuelo al instante mismo del desprendimiento, decía ala nube, al viento, al árbol: “aquella mujer me enseño a ser libre”.
Lo enterré en el cantero de los malvones, para que se hiciera flor.
Así, cuando en los atardeceres de verano yo abra mi asombro ante las sementeras doradas, oiré desde las flores blancas, rosadas y rojas el piar del tordito muerto.
Apenas los niños preguntaron por el recurrí a la imaginación para darles la razón de su ausencia, diciéndole:
Había llegado el momento de que el tordito debía volar y valerse por si mismo para vivir.
Cuando entre a la cocina el ensayaba el vuelo desde los estantes de la alacena al reloj. Después, golpeándose contra la alambrina de la ventana parecía decirme: déjame salir. Tú puedes volar e ir muy lejos estando quieta; pero yo tengo que vivir como pájaro.
Entonces, lo tome, Salí al patio, lo bese y abrí la mano… se elevo batiendo aceleradamente sus alitas hasta que cansado se dejo caer en la ramazon verdosa del eucalipto.
Corrí para animarlo. -¡arriba, levántate, sube!- le decía.
Y otra vez, con sed de cielo, de luz, de libertad volvió a volar, y se fue por el sendero del aire de luz blanca y pura del amanecer… hasta que quede encandilada por el brillante resplandor y no pude verlo más.
Los niños quedaron perplejos, mirando hacia las alturas, mientras el campo entonaba el aleluya matinal de trinos, gorjeos y balidos.
Cuento del libro “Vivencias” de Rosa Ansorena.
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