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MONTE INDÍGENA

"Nuestra tarea debe ser abrazar la totalidad de las criaturas vivientes y la totalidad de la naturaleza en la plenitud de su belleza."
Albert Einstein

El monte nativo, bosque indígena, ribereño o “de galería”, flanqueando cursos de agua ( ríos, arroyos, cañadas) o bordeando lagos y lagunas, es una franja de vegetación primitiva y variada que, paralela a las márgenes, ornamenta y embellece el monótono paisaje de la estepa pratense.

En la franja de suelo húmedo cercana a la ribera, se desarrolla una fronda de especies arbóreas hidrófilas, de régimen fustal, cuyas ramas se arquean colgando espeso follaje para besar el agua; sarandíes, sauces criollos, arrayanes, mataojos…

En suelo humífero y sombrío, retirado de la orilla, entre un bravío briznal de pastos y malezas, la flora arborescente de mayor porte ( monte blanco) sostiene una bóveda de lujuriante armazón enmarañada de verdores, caprichosas sombras, trinos y susurros.



Asociación de árboles, arbustos, enredaderas, plantas epífitas y parasitas, en adaptabilidad, tolerancia y reñida lucha por vivir.

En esa lid, los más vigorosos y corpulentos, los de gran fuste, estiran sus varas verticales hacia la luz cenital emergiendo dominantes de la masa arbórea; son posadero preferido de benteveos, pirinchos y parlatorio ruidoso de cotorras, ámbito del biraró, ceibo, coronilla, anacahuita, guayabo, canelón, blanquillo, chanchal, curupí, sombra de toro, quebracho blanco, arrayán…

Otros árboles, con menos aereación lateral y carenciadas de luz se retuercen y hospedan a las epifitas ( clavel del aire, orquídeas y colonias de “barba de viejo”) que, prendidas o encaramadas en las ramas, sin exigencias de tierra ni de agua, embellecen los umbrosos lugares con flores de brillante colorido y primorosos festones. Acá un guayabo colorado, de corteza pulida y manchada, no resignado a sucumbir en la contienda, se ha impuesto enroscándose, cual una serpiente, sobre un áspero tronco vecino.



Allí, entre rocas graníticas un tala y un coronilla, cubiertos de líquenes, fundidos en un abrazo, simulan ser un solo árbol. Tal vez germinaron y crecieron juntos en la fisura de las pieras y se injertaron por yuxtaposición.

En el sotobosque, los arboles débiles, mohinos y abrumados por la impotencia, dejan trepar sus troncos por las enredaderas ( mburucuyá, dama de monte, campanillas o alverjillas).

Y los aniquilados, viejos y secos, quedan ocultos entre matorrales de arbustos sombrófilos: duraznillo negro, jazmín del monte, chilca blanca, murta...


Desenmarañando cambuatáes y esquivando uñas de gato, entre una profusa vegetación de congorosa, tabaquillo y cedrón, andando por un senderito alfombrado de “orejas de ratón” se llega a la vena de agua.

El arroyo gargariza en un recodo empedrado y rumorea luego lamiendo los desniveles del terreno y las barrancas aterciopeladas de musgo, hábitat de rozagantes helechos ( calagualas y culandrillos).

De pronto, el impacto de un Martín pescador que se zambulle en picada, hace estremecer el camalotal y victorioso alza su presa con el pico, volando al posadero.

Este bosque nativo de flora heterogénea, refugio de la fauna autóctona, presta al hombre servicios de inestimable valor. Es reparo y abrigo del ganado, regulador de las inclemencias climatológicas ( mitigando el rigor de los vientos, las heladas y lluvias torrenciales) y moderador de la erosión, reteniendo tierra y agua de los aluviones abandonados por las crecientes.


Y queda por decir algo del “monte negro” que, en el litoral oeste, se encuentra como franja de conciliación del monte ribereño con la pradera. Sabana arborizada con vegetación de parque y tapiz herbáceo, donde predominan gramíneas y árboles rústicos, resistentes a la sequía. Árboles solitarios en ralos rodales, de fustes cortos, troncos tortuosos, duramen oscuro y madera dura de corteza rugosa con cicatrices de sedes. Espinillo, molle, algarrobo, chañar, ñandubay, corondá, cina-cina…, brindan combustible apreciado (leña) y material de calidad para la construcción de alambrados.


Sus ásperas ramas, sinuosas o retorcidas, se cubren en amplios parasoles de intrincada foliación que, en primavera, se emponchan de doradas florecillas aromando las abras en fragantes nectarios que atraen a las abejas. Y en el estío, al resguardo de esas sombrillas, estallan los timbales de las cigarras, gorjean zorzales y jilgueros, en tanto churrinches y cardenales centellean cruzando sus territorios.



En suelos alcalinos y lugares soleados del parque, se destacan algunos arbustos (quebrachos), palmeritas (caranday) y ciertas cactáceas.



Andar por el monte indígena, en contacto con esa plural vivacidad y organización de la naturaleza, observar las particularidades y requerimientos específicos de la fronda, disfrutando del aire surtido de agrestes olores de yuyos cimarrones y apreciando las señales sonoras de la fauna salvaje, es una experiencia que convoca al asombro y al reconocimiento de la armonía e interdependencia planetaria de todo ser viviente.



Cuento de Rosa Ansorena.

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