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Abuela Rosa

De regreso de la escuela, la noticia.

   Había escuchado aquella noche el canto lastimero del urutaú en el timbó.            ¬¿ Por qué, a quién ? – me preguntaba.

   Ella decía: ”cuando llora el urutaú vaticina desgracia”.

   Su palabra era sagrada para mí, manantial de frescura y sabiduría, de bien y de verdad. No había pensado nunca que alguna vez esa fuente de agua viva se agotaría.

   Calló su voz grave y dulce, para siempre.

   No quise verla inmóvil, fría y consumida.

   El mundo sin ella se me antojaba inhabitable.

   Esa tarde, mientras doblaban las campanas de la iglesia, el sol fue declinando en el río violeta y todo se volvió oscuro y triste, desde la angustia de mi corazón roto.

   Su presencia era una siembra de cosas bellas, pensares alados, sentimientos blancos. Era la alegría de descubrir, todos los días, nuevas esencias escondidas tras las apariencias.

   La recuerdo alta y delgada, con falda larga y siempre alguna flor  fresca prendida en la blusa, cruzando el patio de aquel claustro de prodigios y primorosos momentos, donde ella acariciaba a los pájaros dormidos y esparcía su amor vegetal por las alturas enseñándonos a escribir cartas a Jesús en pétalos de magnolias.

   Las estrellas fueron apagándose en noches interminables, melancólicas, desvelada en rosarios de preguntas sin respuestas y en rompecabezas insolubles; sin cuentos, ni ángeles custodios.

   El banco de hierro donde hacíamos labores, bajo la cascada lila de la glicina, quedó sin motivo, sin nosotros.

   Mientras ella bordaba o tejía yo enhebraba mostacillas para confeccionarme abalorios que eran mi locura.  

   Se secaron muchas raíces cuya sed ella apagaba; los jazmines del cabo, la: estrella federal, algunos espárragos. Y el jacarandá al inicio de la primavera se cubrió de espesos lagrimones violáceos.

   La casa vieja se transformó en un cráter de nuncas y jamases, de cenizas humeando recuerdos.

   No tuve quien cuidara mi cabellera que sus manos lavaban con agua de cactus, jabón de coco y sin igual amor.

   No vi florecer otros almendros. Tampoco tuve los santos remedios con que ella atendía las afecciones de la salud: tisanas de manzanilla y anís estrellado, como carminativo; corteza de quina como febrífugo, jarabe de llantén para la tos y vahos de eucaliptos para los resfriados.

   Nunca más desperté con los melodiosos silbos de zorzales y dulces cantos de calandrias y cardenales; porque, una mañana rosada, que invitaba a volar, abrí las jaulas para que sus pájaros fugaran hacia donde ella estaba. (Prefiero omitir el recuerdo de la penitencia impuesta por aquel acto subversivo).

   No quise volver al baldío del zanjón a remontar pandorgas, porque en medio de la pena me hice “señorita” y según “el que dirán” quedaba mal corretear con varones.

    Al poco tiempo tuve que ir a la ciudad (Artigas) para comenzar el liceo.

   Dejar la casa-vieja, desprenderme de mis muñecas y no jugar más a la rayuela, a la payana ni a la “torre en guardia” con los hermanos y compañeras de la escuela significó un desgarrón.

   Sentíame pobre, desgajada de los apegos y bienes más preciados, persistentemente afligida por aquella ausencia... 

   En las noches , mi garganta apretaba gemidos de protesta y la almohada embebía un arroyo de llantos desatados.

   Con el alma doliente merodeaba en soledad el misterio de la muerte, buscando tercamente lo imposible: el abrigo y protección que tenía bajo sus alas.

   Aunque desdibujado ahora el rostro de la abuela, sigue siendo lumbre y guía en mi camino, hacia la ignota morada celestial donde me aguarda.

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