Sean fieles en las pequeñas cosas, porque en ello reside su fuerza.
Para Dios nada es pequeño.
Madre Teresa de Calcuta
Cada casa tiene su propio clima, su propio lenguaje,
su propia vida; porque es parte y reflejo de los que viven en ella.
Los
hábitos y costumbres, el espíritu de familia, los recuerdos comunes, los
objetos que hablan de los antepasados y de la lealtad y afecto de los amigos,
hacen del hogar un santuario de vivencias pasadas, símbolos y reliquias del
corazón.
Cuando
llego de la calle y traspaso el umbral de mi casa siento el influjo de las
cosas amadas y la ternura de volver al sitio de las mortales raíces. Respiro no
sé qué cálida benevolencia y dulce amparo.
No
solo los seres por quienes vivo y desvivo me acogen y vienen hacia mi sino que
las cosas (paredes, muebles, libros) también las plantas, me reciben de una
manera especial. Y no es por desmesurado apego o sentido de pertenencia sino
por sentir que todo está confiado a mi solicitud y cuidado.
Como
los macachines y verbenas del campo, de pálido aroma y recatado encanto son los
sucesos y parvuleces de la vida doméstica que
hacen grata la existencia.
El
leño que caldea con sus lenguas naranjas el grupo familiar; la primera sonrisa
y el primer dientecillo del bebé; el retorno afectuoso del marido al cabo de
una dura jornada; la ufanía del niño trayendo la flor para mamá; el aroma
agreste y simple de la yerba mate y el vaho manso del café de la mañana;
la complacencia que brinda el sillón
preferido, compañero de músicas y lecturas, confidente de secretas huidas al
ensueño;
la carta del amigo lejano cuando presentía el
hielo del olvido;
el pan casero dorado y humeante sobre la
mesa;
el pimpollo del rosal reteniendo aterciopelado perfume;
el pichón de calandria ensayando a volar en
mi ventana....
Estas pequeñas cosas y momentos de alegría,
suficientes para cambiar la melancolía en dulzura de vivir ¿no merecen acaso
ser guardados con cariño en el baúl de la memoria ?
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