En la cárdena agonía de la tarde, sumergida en la vorágine de múltiples afanes y reclamos de la vida, oigo las campanas de la Iglesia.
Sones de bronce bendito, tañido insistente de vasos sagrados. Música con
alas que abanican la hora vespertina bajo el augusto cielo arrebolado, llamando
a la reflexión y a la plegaria.
¡
Qué bien hace oirlas ! Dulce reto : ¡detente !
Las
campanas resuenan en mi alma; el corazón se inclina y la mente se abre al
asombro del sentido del tiempo, por la condición peregrina del hombre en camino
hacia algo inexpresable, oculto y provocativo.
Las
campanas borran en la frente el ceño adusto. Despiertan vocaciones escondidas –
supravitales antojos- y restablecen el equilibrio, la armonía y la paz
interior, que se alza en rezo.
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