Llevo cuenta regresiva de los días que faltan para dar a luz. Pariré en primavera.
Planificada con la preñez a término, participo gozosamente del renacer
de la naturaleza en setiembre, de la exultación vital que se expande y crece.
Eclosión de savias. Barniz de follajes flamantes. Terciopelo de brotes.
Verdor agresivo del campo que las claras distancias dilatan.
Sol
tibio que acaricia sin brusquedades y estimula los prodigios de organización de
la materia.
Durazneros, ciruelos y naranjos cantan las maravillas del sexo hecho
flor en corolas de delicados colores y suaves aromas.
Zumbar de abejas y acopio de mieles en el trebolar. Insectos apareados
en vértigos de celo y de viento arremolinado y loco.
Retozar de corderitos blancos entre los lirios silvestres de la pradera.
Vacas y yeguas lamiendo a sus crías.
Silbar de perdices ocultas en las matas. Bandada de patos rubricando la
acuarela del poniente.
Primavera: ¡ fiesta de la vida ! Empuje formidable de la energía
cósmica. Proyección al futuro. Despertar
de la carne; embriaguez y ejercicio del instinto animal, ciego, específico y
perfecto.
Con
los niños de la mano cruzamos la chacra y la tarde, entre delicias sensoriales,
en comunión salvaje con las cosas y los seres, rompiendo terrones en los zurcos
que esperan como los pobres – y como yo – el milagro de una vida nueva.
Llegando al monte nos descalzamos para sorber – con los pies – la virginal frescura de la
alfombra herbácea de llantén y salvia. Ellos se divierten en echarse a rodar,
como si fueran barriles por la suave
pendiente tapizada de gramíneas, y yo me tiendo a reposar bajo la acogedora
ramazón de un sauce criollo.
Desde el arroyo llega un efluvio de humedades y la metálica polifonía de
grillos y ranas escondidas entre los culandrillos y calagualas de las
barrancas.
Gozo
pensando en mi pequeñín dormido en su flotante nirvana tibio y seguro; ¡ nacerá
en primavera !
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