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"Cañero" Eliseo Salvador Porta

De Una versión del infierno, Montevideo, D.I.S.A., 1968.

La pareja montevideana de Investigaciones, ojerosos al cabo de veinte y pico de horas de ferrocarril, se había hecho explicar momentos antes en qué punto del horizonte estaban las plantaciones de caña de azúcar del Departamento.

-Y aquella construcción con chimenea que apenas se ve por la humareda- agregó el pasajero informante- es el ingenio.

- ¿Y a qué se debe el humo?

-Están quemando la caña, pues.

- ! Cómo ! ¿ Los incendios continúan; el sabotaje sigue?

-¿Qué sabotaje? Están quemando porque hay que quemar, porque la caña, antes de cortar, se quema para sacarle la hoja. ¡Si hubiese que pelar cada caña a machete, ya le digo!

La pareja se miró. Por un instante habían creído que llegaban a punto para coger infraganti a los incendiarios de que hablaba la prensa capitalina.

Y ahora resultaba que, normalmente, la caña se quema…

Por arriba, el cañaveral brilla con filos vítreos, y ondula largamente como aguas verdes; por abajo está seco y sombrío, formando cuevas.

Los hombres corren en torno del tablón como a lo largo de un seto vivo, se agachan de pronto, reúnen de prisa la hojarasca y le aplican la llama del yesquero.

Es como meter fuego a una ristra de buscapiés: revienta un tiroteo que se mete cañaveral adentro, los tallos de primera fila se destacan pelados contra el fondo de infierno, un negro humazo se atirabuzona en mechones y las briznas ardientes salen furiosas como avispas, y van a caer lejos, convertidas en levísimas pajuelas de ceniza.

Como el ingenio nuevo todavía no vino, la molienda se prolonga más allá de los noventa días ideales, y a fines de diciembre continúan la quema y el corte.

Tanto alargue hace que algunas etapas finales del trabajo cabalguen sobre las primeras de la cosecha siguiente, y hay por ello demanda de brazos, pero Avelino da Silva no tiene trabajo porque pertenece al número de los malditos.

En 1962 estalló la huelga en los cañaverales y en los ingenios azucareros.

Por más que la población de la ciudad aledaña de Bella Unión estuviese leyendo cotidianamente acerca de las huelgas montevideanas, muchos no creían posible una cosa igual en su zona, de modo que los huelguistas aparecieron a sus ojos como gente “de afuera”, extraños a la normalidad…

Los ciudadanos conspicuos, que habían luchado para que su población fuera declarada ciudad, que tenían televisores en vista , que celebraban el bituminoso flamante de las calles y la instalación de un supermercado, que habían logrado dos vuelos semanales de una compañía de aviación, que recibían por ómnibus los diarios capitalinos del día, que aplaudían el envío a Montevideo de un millón de quilos de frutos de primor al año; rechazaban, en cambio, horrorizados, otros aspectos d e la civilización del siglo XX, a saber: la constitución de sindicatos de braceros y el planteo de reivindicaciones.

Muchos eran católicos y conocían los textos de Juan XXIII, pero a ninguno se le ocurrió pensar que los mismos rezaban con su condición de patronos.

Este sueño de lograr para la ciudad natal todas las “ventajas” del progreso y ninguno de sus ” inconvenientes”, fue escandalosamente interrumpido por la aparición de la Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas.

Durante toda su historia, la ciudad fronteriza había manejado un argumento conmovedor: “Nuestro rincón también forma parte de la Patria de Artigas”.

No obstante, ahora pareció inaudito que la UTAA reclamase el cumplimiento de leyes nacionales, tales como la de aguinaldos, licencias pagas, etc.; y peor todavía que recordase el Reglamento Provisorio de Artigas para el fomento de la Campaña.

Una voz gigantesca, que salía de un altoparlante colocado en el segundo piso de la gerencia, aconsejaba a los obreros reunidos que no se dejaran arrastrar por las “ideas foráneas” y que regresaran tranquilos al trabajo.

Sobrevino la huelga.

Luego, la empresa debió pagar alrededor de medio millón de pesos que debía a sus obreros por varios conceptos.

Cuando pareció que la tormenta había pasado, empezaron los despidos.

El cortador de caña Avelino da Silva figuró en un lote de ciento ochenta expulsados.

Luego vinieron las “marchas” hacia Montevideo, pero al parecer no ejercieron el derecho de petición con los modales adecuados, porque fueron apaleados por la Guardia Republicana, en cuyo escudo se lee: ”Con libertad ni ofendo ni temo”.

En la primera marcha, que duró de abril a julio, nació la última hijita de Avelino, que había llevado consigo a su mujer y a sus otras dos hijas.

Jovita tiene ahora cuatro años. Su cuerpo es leve, pero la planta de sus pies es córnea porque el par de alpargatas cuesta veinticuatro pesos, y Avelino, el maldito, no trabaja.

Cuando valía la pena ir “al otro lado” a comprar fariña, porotos y arroz, Jovita trotaba junto a su madre, cruzaba el puente internacional, mirando fijo hacia adelante, para no marearse con el deslizamiento del Cuareim deslumbrante que pasaba debajo; pero ahora que el peso uruguayo “está tuberculoso”, Jovita permanece en el campamento.

Nunca conoció casa. Sólo sabe de eso que a veces existía en cualquier parte, bajo el puente de algún arroyo, en el baldío de un pueblo, en la cercanía del Palacio Legislativo, algo inmaterial, sin techo, pero donde había, entre la tierra y el cielo, algo que los unía.

Además, vivieron en los callejones la fraternidad del mismo cansancio, en los pueblos que iban cruzando y en Montevideo, la comunidad en el entusiasmo y en el miedo, durante los mitines, rodeados de policías; la olla común, la solidaridad de los pobres y la desconfianza de los ricos; y la calumnia de la gran prensa cayendo sobre todos como una lluvia quemante.

Al regreso ya no pudieron separarse.

Había sido tan intensa la vida compartida, tan rica de esperanza y de dolor, que los unió para siempre.

Apenas advertían, al regreso, hasta qué punto eran asombrosamente diferentes a los demás; pero un observador pudo pensar que así nacieron, en la historia, las ramas nuevas que florecieron en pueblos singulares.

Un grupo distinto por la vivencia de una aventura insólita, que a los ojos de muchos fue pecado, alos de otros hazaña, alos de casi todos locura, resulta un brote aberrante…

¿Quién se atreve a pronosticar su futuro?

En momentos en que el alquiler de las casa en Bella Unión valí tanto como en Montevideo, el negro Panta Leal, de edad entre sesenta y setenta, cedió gratis su rancho a los malditos.

-Como soy pobre- les dijo – no puedo estarme en “las casa”. Ahora voy a un remate. Después salgo con arreo para el sur. Y como una changa se va enrabando con otra, quién sabe cuándo pegaré la vuelta. Es un favor que me hacen.

Agregaron al galponcito una piecita de ladrillo techada con “chapafalt”, y siguieron hablando del “Campamento ”.

Está en la última línea de ranchejos que limita la ciudad con el sur, al borde de la infaltable cañadita suburbana. Después siguen chircales y chacras, y en el horizonte fluido, los cañaverales, lejanos y presentes como una Tierra Prometida.

Avelino los mira veinte veces por día como el marino mira el mar. Y en los sueños suele verse a sí mismo metido en ellos, sumergido como un insecto en un felpudo{ al principio eran tiernos, claros imponderables, pero después se tornan elásticos, espesos, y él comienza a fatigarse y sudar en una creciente agonía.

Avelino es ahora un hombre grave, casi melancólico. No es la pérdida del trabajo, la falta diaria de carne y de casa lo que lo ensombrece, porque a esas carencias, tanto él como su mujer y sus hijos están habituados, sino algo que se le dilata del pecho a modo de un suspiro, un suspenso de estupefacción como el que causa un espectáculo demasiado grande, que ahuyenta del alma toda frivolidad.

El ataque, casi sorpresivo, contra la empresa, que disfrutaba desprevenida sus latrocinios, había entusiasmado a los cañeros.

En aquellos días exultantes Avelino estaba siempre rodeado de camaradas que ofrecían cigarros y pagaban copas. Él reía y peroraba, escupiendo lejos y con precisión, como un hombre dueño de sí.

Después…

El despido, las asambleas tumultuosas, las marchas, el país recorrido de punta a punta, la diversidad d e opiniones, el asombro ante la prudencia de viejos y serenos jefes sindicales, el columbrar cierto vasto contexto dentro del cual se inscribía su lucha, las lecturas dificultosas de folletos, la charla de los estudiantes que los visitaban y que hablaban demasiado y muy d eprisa, mezclando en una sola frase a Bella Unión y Vietnam, que pasaban del Congo a Venezuela, de Kerala a Cuba, haciendo escala en Angola…

Estaba perplejo, porque mientras por un lado su batalla se empequeñecía y tornaba natural y vulgar, por otro se integraba a un panorama planetario vertiginoso.

Por su cerebro aborrascado pasaban, como relámpagos fulgurantes, estas frases:

“Mientras Brasil esté en manos de los Gorilas estamos atados.”

“Nuestra burguesía es, todavía, solvente a su modo.”

“Nuestra primera revolución se hizo contra una clase extranjera, los españoles, que no podía en esos momentos ser respaldada porque España estaba invadida. Hoy no existe una situación semejante.”

“Dentro de pocos años, América Latina tendrá el doble de habitantes. El capitalismo no los podrá alimentar ni siquiera medianamente. Habrá entonces rebeliones biológicas irresistibles. Ese será el momento para los equipos dirigentes que hay que ir formando. Ahí encajará el marxismo, que es una teoría racional de la rebelión.”

Avelino escuchaba, entendiendo a medias, pero lo ipreciso de su comprensión redundaba en fermentalidad.

En la biblioteca de un sindicato le prestaron libros.

Llegó a doerle la cabezay, de noche, fumaba un cigarro tras otro, con los ojos estáticos y una tempestad dentro del cráneo.

Ahora, de regreso, se pasa horas enteras procurando compaginar pensamientos contradictorios, pero por todos lados aparecen huecos, verdaderos abismos, en el rompecabezas.

Por eso, cuando durante las Prontas Medidas de Seguridad, fue obligado por la policía a limpiar a mano las espinas del predio policial, se sintió entretenido y aliviado y casi recuperó el buen humor…

Cortando campo, desde los cañaverales, vino el flaco Antenor a conversar con Avelino.

El Flaco, cuando cobró los aguinaldos y las reliquidaciones que la empresa le debía, pudo concluir su rancho y casarse. Ahora tiene dos hijos.

“Por una de esas cosa” su nombre no figuró en las listas negras y conservó su trabajo.

-Sentate.

-¿Querés armar?

Fumaron en silencio.

-Vine a combinar una “manganeta” con vos.

-Soy sin suerte para compañero.

Avelino había hablado con amargura y desdén. El Flaco le contestó:

-No te calientes sin ver la yegua primero.

Y arrimó su banquito y empezó a cuchichear.

Los cortadores de caña, a poco de empezar su trabajo, están tiznados de pies a cabeza. El negro polvillo les circunda los ojos, se acumula en los ángulos de la boca, llena el fondo de las arrugas en frente y mejillas, maquillaje que se corre enseguida a lo largo del cuello, en viboreos de sudor.

-Agachado, con mi sombrero, con mi camisa, todo mascarado como uno queda…?no hayás? Tas tan flaco como yo, como más o menos de la misma pinta…te cortás una cuantas “luchas” pasando por mí, y después yo te traigo el pago.

- ¿Y los demás?

-Los demás son pierna.

Se llama “lucha” a una cierta cantidad de surcos de caña que se da a cada cortador. En general, cinco surcos de cien metros, más o menos forman una lucha.

Con “chapeos” brasileños de paja que cubren hasta los hombros, con la camisa afuera del short, jaspeados por chorretes de tizne, todos los cortadores de caña se parecen.

Avelino trabaja con el sol a plomo sobre los riñones. De la punta de la nariz le caen gotas negras. Cuando ve de reojo una sombra que pasa por su lado,, se agacha todavía más.

La caña cortada de la mitad del surco se lleva hasta un extremo, la de la otra mitad al extremo opuesto.

Cuando, después de haber abrazado el haz de caña, se incorpora, siente que la cintura se le parte por falta de entrenamiento.

Lleva la cara escondida entre el codo y la caña. Y así una “lucha” tras otra.

En vez d elavotearse como todos, en los “valetones”, canales de riego que se conservan con agua, regresó escurriéndose entre los tablones sin cortar, agachándose luego detrás de la barranca del río, hasta donde el Flaco lo esperaba pescando.

-¿Y?

-Resultó, hermano. Pero ´stoy roto.

Trocaron las ropas y Avelino regresó a su casa por entre los charcales.

Por la noche, “lo que el cuerpo se le enfrió”, no puede descansar. Casi todos en el campamento duermen en el suelo.

Los hijos varones no abultan nada de tan flacos, sobre una frazadita mora.

Avelino siente cierto alivio en aplicar la cintura contra las nalgas tibias de su mujer que, silenciosamene, abanica la cara de Jovita ahuyentándole los mosquitos.

Por más que lo desea, no puede aflojar el cuerpo. Suelta la respiración con un quejido y parece que se hunde en el alivio del sueño, pero la contractura vuelve, se instala paulatinamente, como si una clavija fuera atensando sus nervios y tendones hasta que vuelven a vibrar en un gemido.

Y así hasta que la luna se escondió detrás de los paraísos del campamento.

Entonces su mujer, que esperaba el momento, se volvió hacia él.

-No podés dormir…

-No.

-Vení, entonces…

Jovita, entredormida, creyó que soñaba otra vez con cuerpos revolcándose entre las patas de los caballos de la Guardia Republicana. Su padre procuraba, otra vez, cubrir a su madre, encogida sobre ella y ofreciendo la espalda a los sablazos.

Resollaban los dos, ahogadamente, y pronunciaban alguna palabra urgente.

-Bueno, viejo, ahora vas a dormir.

Avelino no contestó. Ya estaba dormido sobre el cuerpo de su mujer. Ella, muy suavemente, se lo sacó de encima y se arrimó a Jovita para darle su lugar.

Los tres durmieron dentro de su aire ensombrecido de mosquitos.

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