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"En el puesto del fondo" Eliseo Salvador Porta

Crecí en aquel poblacho del interior, pero al regresar de mi primer año liceal, en el verano dd 1920, el campo no era ya el marco habitual de mi vida, sino el teatro de mis vacaciones, y todo en él me encantaba.

Un sábado por la tarde fueron desembarcados, en presencia del pueblo entero, tres espléndidos toros que, al cabo de dos días de descanso en una barraca próxima a la estación, serían conducidos a un establecimiento distante. El capataz que había venido a buscarlos se alojó en casa, donde siempre se lo recibía como parte de la familia, porque era hermano de leche de mi padre.

El lunes, durante la cena, se hablaba del viaje, y el paisano, después de peinarse pulcramente los bigotazos con la servilleta, me dijo:

-Y, doctorcito, ¿no quiere dir a tropiar mañana con nosotros?

Yo abrí la boca y miré a mi madre. De ella recibía siempre las mayores condescendencias y las prohibiciones más tiránicas, porque su amor por mí desbarataba su juicio; pero fue mi padre quien decidió:

-Que vaya. Puede ensillar el malacara grande con mi recado.

-Pero… ¿y para volver? Pobre mi hijo, ¡tan lejos!

-Te tranquila, doña: a fin de semana tengo que mandar al negro Serafín con unas machorras pal carnicero, y entonce le mando el hijo. Él ya es un hombrecito y el negro viejo es de toda confianza.

-Hay que decirle al peón- concluyó mi padre- que agarre el malacara grande junto con los otros. Y usted, joven, termine de cenar y vaya a dormir, que mañana tiene que madrugar.

De una manera vaga comprendí en ese instante que había cesado el reino de mamá sobre mi educación, y que desde entonces debía entendérmelas con mi padre que deseaba hacer un hombre de m´, según él lo entendía; pero las bellas imaginaciones del viaje, imprevisto como un milagro, me ocultaron enseguida la melancolía de aquella comprobación. ¡Mamá sí, lo sintió! Me acompañó hasta la cama, y a las cuatro de la mañana, previo desayuno, me despidió con lágrimas y recomendaciones, que traté de recibir con frialdad, en presencia del capataz y del peón que me aguardaban montados.

El amanecer nos encontró lejos del pueblo, arreando paso por el callejón las grandes masas plásticas de los toros. De vez en cuando alguno de ellos se atravesaba, de frente al sol, y permanecía inmóvil, como un monumento.

-Tóquelo despacio, dotorcito.

Sólo yo, respetuoso, llegaba hasta tocarlo con el encuentro de mi malacara, el toro se dignaba seguir tranqueando, macizo y flexible.

El callejón concluía en uno de los campos de Goldaracena, que era dueño de una cuarta parte del departamento. Sus influencias en Montevideo seguían impidiendo que los alambrados encauzaran el camino a lo largo del campo, por sobre el dorso de la loma, despuntando el Yucú.

Él pretendía que cruzase los bañados y lagunones de ese arroyo. “Que echen tosca, si quieren camino firme; que hagan puentes, manga de sabandijas. No le van a sacar a mi campo una lonja del lomo, no, no. El callejón pasa por donde yo he dicho. ¡Qué más quieren! ¡Así acortan el camino…”y gozaba pensando que ese trazado delimitaría en el extremo de su campo, bien aislado por el doble alambrado, un buen potrero de trescientas cuadras que todos los años le hacía falta cuando desterneraba.

Promediando la jornada nos acercábamos a la franja de espinillos, mataojos, guayabos y sarandíes en cuyo seno circula el Yucú. Los toros caminaban distanciados, afirmando su individualidad. Mis ojos seguían fascinados la ondulación profunda que parte de las testas oscilantes y alcanza hasta el borlón rizado de la cola.de tanto en tanto, desde que salieran a campo abierto, poniendo horizontal la cabezota, exhalan un lamento vibrante que se prolonga en rezongo cavernoso, entrecortado por el paso rítmico.

-Ya olieron el vacaje- dijo el capataz, y ordenó al peón que se adelantara a retirar el ganado que hubiese en aquella parte del monte.

-No sia otra cosa que don Goldaracena si ofenda si le nace un ternero ´e raza…

-¿No refina?

-¿Pa qué? El negocio d´él ta en la cantidá: cuando nadies tiene pasto, él tiene. En tanto campo nunca le faltan aguadas. Aura, con la seca, ta perdiendo, pero los vecinos chicos pierden más que él, porque tienen menos. Si esto sigue, algún otro campito va dir a parar a las manos del vasco viejo.

***

Con miles de chicharras invisibles, pegadas a las ramas, el bosque parecía frírse al sol. Comienzan con un “rik, rik, rik”, de juguete al que se le da cuerda, hasta que, de súbito, sueltan su chirrido. A esta estridencia, que llena el aire, se contrapone el aterciopelado “um-ju, um-ju”, de las palomas recónditas.

Después de churrasquear, el capataz le dijo al peón:

-Un hay que dejarlos pastar mucho, un están acostumbrados. Más bien los tiene medio afuera, a la sombra ´e los mataojo. Con la seca hay poco tábano. Lo que afloje el calor usté sale, despacito nomás.

-Yo via dir adelante con el dotorcito, pa disponer las cosas. Qué dice, amiguito,?, ¿si anima a trotiar un poco al rayo del sol? Yo contesté:

-Sí, sior.

Desde el caballo el capataz agregó:

_Cuanto llegue le mando un hombre. No los deje parar en la Laguna Negra que´l agua ta fea. Van a llegar de noche, pero hay luna. Vamo, dotorcito.

***

Pocos paisajes habrá más inmateriales y, al mismo tiempo, más abrumadores que el que en verano, a mediodía, rodea al jinete que cruza la llanura. Bajo el ala del sombreo que echa un antifaz de sombra, duele el frontal contraído; no aparece más tierra firme que aquella que el caballo va pisando, como si marchara sobre un islote fantástico; el resto es todo luz, todo cielo, todo fluido, en cristalina silente marejada.

-¿Va cansado, dotorcito?

-No, sior.

-Aura nomás damo una yegadita al Puesto del Fondo de Goldaracena, a sacarno la sé.

Desviándonos a la izquierda llegamos al rancho que a veinte pasos parecía sumergido entre temblores diáfanos. Bajo la mitad del techo de paja, a dos aguas, se había construido una pieza con paredes de barro y ramas. El resto servía de enramada. Alrededor había un tendal de cueros estaqueados.

Nos apeamos.

Una chinita de no más de veinte años, sentada en un toco de ceibo, con las rodillas muy juntas, cuidaba a una criatura, meciéndola a ras del suelo en una especie de zarzo de cuero crudo que pendía de la cumbrera.

-¿Qué tal la moza? ¿Ta solita?

-No señor, mi mama está ahí adentro.

Del interior llegó un quejido largo. El capataz dijo: “! Gue!!, y se asomó a la puerta, luego entró, agachándose.

Yo quedé frente a la chinita que no cesaba de mirarme y de mecer a su hermana. De vez en cuando le espantaba las moscas con una varita de escobadura.

-¿Cómo te llamas?

-Me llamo Aurora, para servir a usté.

-¿Cuántos años tienes?

-No sé.

-¿Está enferma tu mamá?

-Ella no está enferma, ella va a tener un hijo.

El capataz salió en ese momento.

-La comadre ta saliendo de cuidao. ¡Mire qué caso! Vamu a dir ayudarla.

Sobre cuñas de palo estaba en la enramada el barril del agua, junto a una pila de cueros secos. Yo, que influido por los primeros estudios, no había querido beber en la fresca corriente del Yucú, tragué sin asco el agua tibia, con gusto bañado, que se sacaba del barril con un vasito de guampa atado a un tiento. El capataz bebió a su vez y luego dijo:

-Llévele un poco di agua a la pobre…dentre nomás, dotorcito, que son cosas de la vida.

-Si-sior.

Me agredió al entrar un olor bestial, la pieza era chica, pero apenas distinguí en el fondo el rostro de la mujer, echada sobre un catre, cubierta con una especie de colcha de cretona, estaba tranquila y bebió:

-Dios se lo pague, joven.

-¿Quiere más?

-No,m´hijo, un hay que encharcarse n´estos casos…

El capataz volvió a entrar.

-¿ Qué tal, comadre?

-Aquí stamo.

Se oía en la enramada el runruneo de las moscas poniendo queresa en un espinazo de oveja. La claridad vibrátil del campo se detenía en la puerta. Dentro, aparte los rameados de la cretona, todo era pardo. Aurorita inició un apagado canturreo sin palabras.

-¿Qué edad tiene la más chica, comadre?

-diez meses para once, ya come de todo.

De tanto en tanto volvían los dolores, la mujer recogía las piernas levantando la colcha con las rodillas, y cripaba las manos en largueros del catre que gemía. Una vena enorme se hinchaba en su cuello.

Los tres sudábamos.

Acezando, ella pidió un sombreo del marido, chambergo verdoso, “punta´e corazón”, que estaba en un gancho. El capataz, sabedor sin duda del recurso, se lo puso en la cabeza, dejando fuera las greñas lacias, pegoteadas sobre el rostro grasiento.

En los intervalos de calma, conversaban, supimos que su hombre pasaba el día en el campo, cuereando.

-Ocasione train hasta diez cuero. Pa eso llevan la rastra ´l barril. A mediodía ganan el monte y comen. Día por medio tiene que dir a presentarse a l´a estancia y trair la carne.

-¿No carnean aquí?

- El patrón no consiente.

La conversación recayó sobre los hijos.

-Me quedan tres: el mayor, que anda con el padre, va pa los diez años; l´Aurorita, que ya me ayuda en la lidia, y después la más chica que´s muy sanita, a Dios gracias. Perdí tres más…

-El destino…

-No hay mal que por bien no venga, si hubieran vivido habríamo perdido la colocación, porque el patrón no quiere familia grande.

-Mire qué caso.. los gurises de hoy se crían en los pueblos, y después los patrone se quejan de que nu hay peones campero.

-La verdad… en los parto fui siempre muy feliz, pero, eso sí, todos nacen por los pieces.

-¡ Mire qué caso!

-Vamo aver este.

-ha de ir bien.

Los dolores la poseyeron otra vez; la colcha resbaló sobre el vientre desnudando los muslos morenos. La mujer echó para atrás la cabeza, enganchó las manos en las rodillas, y clavó los talones entre las guascas del catre. El sombrero del marido le tapó los ojos. Crujieron los dientes que los labios remangados descubrían, como en la “ri Mire qué caso sa sardónica” de los tetánicos.

-Haga juerza, comadre. Aguante ´l resuello, que ahí viene. Como los otro, -¡ Mire qué caso!: paradito, nomás. ¡ah , gaucho! Una juercita más y y´a está. ¡Esu es! El cuerpito ta juera, comadre.

La mujer dejó escapar el aliento y se aplastó en el catre. Yo también me aflojé todo, dándome cuenta entonces de la fuerza que había estado haciendo. El capataz la miró interrogante, pero ella, sonriéndose un poco, le dijo:

-No se aflija, don. Déjeme descansar un ratito. Lo que tenga otro pujo usté me lo alcanza por los piecitos. ¡Aura!

-¡Va!

Entonces vi aparecer por entre los muslos divergentes el cuerpecito café con leche, entre las manazas del capataz, de cuya muñeca izquierda colgaba el rebenque.

-Agarre, comadre. ¡Ta!

-Largue, nomás.

Sus manos ávidas desde los pies hasta el torso, donde se aplicaron para empezar a traccionar de firme. El occipucio del niño, que me parecía muerto, giró sobre el pubis materno; apareció el mentón, luego la boca, y enseguida toda la cabeza, como un carozo por la grieta de una fruta exprimida. El cuerpecito se posó flácido sobre el vientre materno que subía y bajaba; después se encogió como un resorte y soltó el llanto. Era un varón

-¡Lindo torito!- dijo el capataz- ¡Bien pangaré!- Y se pasó la mano por la frente jaspeada de sudor.

Con voz casi natural, la mujer dijo:

-Si me hace el favor, don: esa bolsita con jareta que está en ese gancho detrás de usté.

El capataz se la dio y ella extrajo unos trapitos y un tiento fino, enrulado.

-Ya lo tenía too pronto. Es pal cordón.

El capataz echó mano a la cintura, pero ella dijo:

-Un hace falta, el corte del cuchillo sangra , cuanto más filoso, pior. Yo corto a diente.

-¿Algo más, comadre? Usté mande.

-Pa ´ ll otro yo me arreglo, gracias. Y disculpe tanta molestia. No le digo a la Aurorita que los obsequie con un mate porque un poco yerba que había…

-Déjese de´eso, ¡no faltaba más!

***

Instantes después nos alejábamos al galope. Yo erguí el busto, respiré fuerte, como para meterme el ancho campo salvaje dentro del pecho, y de un manotón viril me eché el sombrero a la nuca.

Tres días más tarde, al regresar con el negro Serafín, me llegué hasta el rancho. Bajo la enramada estaba Aurora, con las rodillas muy juntas, meciendo a su hermana.

-Buenos días moza. ¿Y tu mamá?

-Ella no está.

-¡Cómo! ¿Qué le pasó?

-No le pasó nada, ella fue al arroyo a lavar, con mi hermanito.

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