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La Casa vieja


Acariciando recuerdos me vuelvo a menudo al tiempo niño de la casa vieja, casona de los abuelos paternos, donde nací y viví mis primeros años.

   Era grande, cuadrada, con muchas puertas y balcones  a la luz, al río y a la imaginación.

    En su frente descascarado y musgoso conservaba, como testimonio de alta honra, los agujeros que las balas de la guerra civil dejaron. Los mayores nunca quisieron revocar, pensando, tal vez, que así se detenía el tiempo. No pude jamás aprender esa lección.

   La estructura hacía esquina prolongándose por un muro de piedras basálticas que encerraba el huerto y la quinta de frutales.

   Cada primavera, un entrevero de rosas, madreselvas y glicinas, chorreaba hacia la calle abigarrados racimos de colores y perfumes.

   Verde oscuros cipreses y nísperos, enormes grevilleas con peines de oro, jacarandás, limoneros y naranjos recortaban en pedazos festoneados las vistas del campo, la costa y mi ansiedad de cielo.

    Álamos, granados y laureles eran amparo y posadero de barullentos benteveos, pirinchos y gorriones.

   El amplio patio de baldosas coloradas tenía en el centro, como acogedora sombrilla, un viejo azarero a cuya sombra, en las tardes estivales, la abuela  hacía carpetas y puntillas al crochet. Y en los mediodías ardientes, el bordoneo de los mangangás en sus ramas, atrapaba mis siestas insomnes.

   Sobre las paredes a la cal se recostaban gomeros y magnolias de hojas lustrosas, hibiscos, camelias y espumillas que sabían regalar vistosas flores.

   Aromas dulces de jazmines surtidos, a golpes de la brisa, revolvían delicias en los rincones sombríos.

   A toda hora los fieles criados se desvivían en quehaceres y afanes, sin asuetos ni domingos, siempre tarareando o silbando, como “si tal cosa”.

   Pajaritos en jaulas y dos pianos mudos, con sus cantos encerrados, eran mi obstinada tentación y la única tristeza.

   Todo se oía y vibraba en aquella paz: “la mesa está puesta”, los golpes de madera o metal en la cocina, el chirriar de la cadena del aljibe...

   ¡Qué placidez bajo el parral¡  Y qué gozo asomarse a aquel ojo de agua, oscuro y brillante, del pozo pestañado de helechos, ojo que parecía mirar desde el centro de la tierra. ¡Cómo me gustaba oír el fresco chasquido del balde en el fondo y gritar desde el brocal, cualquier sílaba, para escuchar después , con fruición, el apagamiento de los ecos.

   Caminaba coqueteando entre las plantas, vestida de percal u organdí, con volados en la falda y florecillas frescas en el pelo o en el escote. Como estaba de moda el “talle bajo” en los vestidos, yo solía modelar mi cintura  con una trenza de tiernas ramitas de mimbre, que aromaba de ásperas fragancias, restregando en ellas hojas de menta, salvia o yerbabuena.

   A veces reía, como atolondrada de vinos de alegría, al ver y sentir tanta belleza en el entorno. Correteaba tras las mariposas tragando vientos azules, envuelta de rubias claridades y gratos olores, sin chocar con nadie.

   Entonces yo no sabía del mal sobre la tierra, ni de la iniquidad que brota del corazón endurecido de cierta gente. 

   Me dormía colgada de las estrellas y de no se cuántas cosas invisibles de aquel cielo de la casa vieja, flotando en la dulzura de querer a todos con quienes convivía.

   En verdad, cada mañana, era un despertar jubiloso, sentir el crecimiento, la libertad, el amor.

   Agradecía la vida, el agua, el sol; ¡respiraba a Dios! 


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